sábado, 24 de julio de 2010

Génesis

GENESIS (Una fábula herética)

Cierta vez el hacedor tuvo la idea de crear a los hombres.

De un bordecito que sobraba de la maqueta que había construido, tomó un pedacito y le dio forma. Tomaba cuerpo su obra cumbre ¡el ser humano!

Poco tardó en darse cuenta que sus máximas criaturas eran torpes y débiles, mucho más que los animales que ya había creado.

Entonces se reunió con los ángeles para discutir el problema. No llegaban a nada. El Creador se resistía a poner en sus criaturas la más mínima potestad que les permitiera ser cuestionado. “Con los instintos que les regalé alcanza y sobra”, sentenciaba el Creador.

Pero las cosas no marchaban como él pretendiera. Sus criaturas, a las que había llamado humanos (porque la maqueta de la que los formó era de humus, o sea de barro) simplemente morían.

Una y otra reunión celestial y no había acuerdo. Algunos cortesanos del paraíso llegaron a ofuscarse por la terquedad del viejo. Dijeron algo… pero no hicieron nada. Es que el viejo era viejo pero no tonto. Sabía que para que sus más preciadas criaturas pudieran subsistir debería darles algunas herramientas, a pesar de él, aunque sean pocas. Los humanos eran débiles, incompletos.

A sugerencia de un ángel al que llamaban “el artista etéreo”, se acordó darle al hombre sentimientos, en realidad nada complicado. Afecto, alegría, confianza, esperanza, sensibilidad. Todos sentimientos nobles, por supuesto. Alguno dijo que no podía faltar la razón, otro la fe…

Y así, de a poco, se fue armando la idea de un ser creado “a la imagen y semejanza del Creador”.

El hacedor vio que era bueno y dijo: “Está bien, hagámoslo”

¡Y la cosa funcionó! Los hombres no eran estáticos como las plantas ni autómatas como los animales. Hasta podían crear. Y lo que más le gustaba al creador: Lo adoraban.

Todo parecía andar de maravillas.

Pero el ingenuo hacedor (nunca hubo de admitir tal cualidad), se olvidó de algo. Mejor dicho, de alguien.

El omnipotente alguna vez no estuvo solo. Y quizás no siempre fue omnipotente. No se sabe si esposa o amante, pero hubo una mujer.

Celoso de su inteligencia y belleza la había echado del paraíso. Y para que nadie recordara su existencia ordenó borrar su historia, del cielo, de la tierra, de todas partes.

Esta femínea deidad era inteligente y hermosa, como nada de lo que pudiera ser creado jamás. Cuando fue echada del paraíso huyó, huyó y huyó, perseguida por el rencor de su amante.

El Creador, al que algo del ingenio de la dama se le había pegado, instruyó un ardid para que quien se la cruzase no pudiera reconocerla. La llamó el diablo.

El día en que fue creado el hombre, se organizó en el Cielo una fiesta de aquellas. Música gloriosa, danzas nirvánicas, luces celestiales, comida… de todo.

Tal fue el jolgorio que éste no pasó inadvertido a los oídos de la diosa despechada, quien de manera silenciosa se acercó a la movida y alcanzó a ver la gigantesca maqueta de barro. Arrastrándose, casi reptando, se aproximó al borde de ésta y pudo verlo. Aire, tierra, agua, plantas, animales y ¡Hombres! Seres que corrían de un lado a otro, como desaforados, agitando orgullosos unos ridículos apéndices.

“¡Lo hizo el muy descarado!” dijo la diosa. “¡Y solo!”. Masticó bronca por un rato. Luego sonrió apenas elevando la comisura derecha de sus labios. Le causaba gracia ver a los creados a quienes los llamaban “varones”, como si fueran gran cosa. “Pero ¿Por qué corren como desaforados?” Miró mejor y se dio cuenta. El Creador había inventado una suerte de diosas, bellas pero ridículamente tontas, que también corrían de aquí para allá. Notó que se parecían mucho a ella misma. Fue el colmo. No lo pudo tolerar.

Como una serpiente que ataca a su presa se extendió hacia el mismísimo trono del Creador. Sentía ira.

Pero no podía decir nada. A fin de cuentas estaba en el Cielo. Un improperio o hasta un pensamiento en voz alta, aunque fuera un inaudible susurro y sería descubierta.

Odió al Creador como nunca. Pero no podía expresarlo.

Se hizo invisible como pudo, se confundió con el resto de los ángeles y logró su primer cometido, acercarse al Creador. Frente a él, armó la más cálida y fingida sonrisa, afirmó su pecho e hizo un movimiento sutil con sus caderas que estremeció al Creador. Adelantó una de sus desnudas rodillas apenas unos centímetros y lo miró.

Una vez más el Creador se quedó sin palabras, tieso… como en los viejos tiempos.

Segura de sí misma encaró al hacedor “¡Qué bien se te ve!”. El Creador demoró un instante en salir de su espasmo, lo que dio tiempo a otra frase de la diosa “¡Que fuerte que se te ve! …inteligente”.

- Si, por eso soy dios

- Claro, ¡Y qué sabio! ¡Y qué justo! ¡Es algo… - dijo la diosa con tono falsamente solemne

- Obviamente!

- ¡Qué lindo que está todo! Lo hiciste vos…

- Absolutamente –dijo el Creador. Todo lo hice yo. Todo lo hago yo –afirmó subrayando el “hago”. No pudo ocultar su típico tono altivo.

La antigua amante lo aduló hasta el punto exacto que deseaba, y con miradas y apetecibles palabras lo llevó al límite de su vanagloria, de su soberbia.

Cuando el Todopoderoso cayó presa de su propia vanidad, olvidó por un instante la sagacidad de la dama, que le sugirió con un bisbiseo irresistible: “Veo que hiciste unos dioses… unos que llamás varones” –lo aduló un poco más y siguió-. “Y que hiciste unas diosas, unas que llamás mujeres” “Se parecen bastante a vos… inteligentes, bellos, creativos, puros…” La presencia tan cercana de la mujer no lo dejaba pensar. “De seguro que deben tener tus valores… justos…”

“¿Justos?” Preguntó como sorprendido el eterno “¡Por supuesto! Los hice a mi imagen y semejanza” afirmó de manera contundente.

La diosa quería venganza. Detestaba la soberbia del Creador, ése que la había echado tan sólo porque ella con su presencia empalidecía la masculina majestad. “Creaste dioses a tu imagen… pero también creaste diosas… parecidas a mí…” la dama bajó la voz y el ritmo de manera cautelosa. “¿No sería tu magnífica justicia aún más grande si… ya que… me entendés… al menos me permitieras aportar una idea? Al fin y al cabo…”

El Creador pareció pensarlo, apenas si podía. Quizás esperaba una propuesta malévola como “permitiles sufrir”, “dejalos odiar”. Con ello podría matarla con todo derecho y se sacaría para siempre ese enemigo que lo hechizaba, como cuando todavía el universo era joven. En el Cielo esa era la ley. Nada “malo” podía ni siquiera insinuarse.

La diosa pronunció solo una palabra: “Amor”

El Creador, todavía embelezado por la presencia apabullante de la femineidad no pudo entender bien. “¿Amor?” preguntó extrañado.

La diosa caída se arrimó aún más al rostro del Creador y con sus labios apenas rozó los de él. Sus pechos ahondaron mínimamente la resplandeciente túnica. No fue necesario más. El Creador alzó levemente la cabeza y entrecerró sus ojos como entrando en un recuerdo o en un éxtasis lujurioso. La diosa siguió mirándolo, midiéndolo.

Por poco el Creador no la tomó y la hizo suya gritando su perdón.

Pero ella no quería volver. No avanzaría un milímetro más. Tenía un plan.

“Sabés que no puedo quedarme. Si me descubren acá vas a estar en problemas. Ya me voy pero antes... un favor… solamente uno y me voy” –repitió la diosa. “Está bién, decímelo y andate rápido” dijo el hacedor exhalando.

“Dales el Amor” pidió la dama. “¿El amor?” Respondió el eterno otra vez entre sorprendido e incrédulo. “Si, el amor” le respondió la diosa con tono suave atravesando su alma con la mirada y rozando apenas uno de sus muslos contra el de él.

El Creador aceptó balbuceante. Pero con la poca lucidez que le quedaba puso una condición: Que nadie supiese que no había sido idea suya.

La divina femineidad asintió con falsa devoción y lentamente permitió que el luminoso ropaje del eterno sea librado al influjo de la brisa celestial.

La diosa volvió al destierro, tan subrepticiamente como había llegado. El Creador retomó su soberana compostura y su divina soledad.

A partir de ese día los humanos conocieron el amor… y la lujuria, el despecho, la deseperación, la tristeza, la angustia y hasta la locura.

Dios es amor

Y el diablo es…

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