lunes, 18 de julio de 2011

No existe un plan divino

El destino no existe, no existe un plan divino ni nada parecido. Y allí radica la grandeza de la existencia humana, en el hecho de ser los únicos hacedores de nuestro futuro, de las consecuencias de cada decisión. De la responsabilidad por una cada una de ellas, sabiendo que lo porvenir depende sólo de nosotros. Que no está nada escrito. Y que si lo hubiera, sería simplemente ¨elijan, libre albedrío¨. Y en este ejercicio incesante somos libres... y presos de las consecuencias

sábado, 9 de julio de 2011

Scoring de Antecedentes Personales

¨Este libro está hecho para muy pocos lectores. Puede que no viva
aún ninguno de ellos¨. Friedrich Nietzsche


Estoy convencido de que no existe la rehabilitación posible de cierto tipo de personas que han delinquido y que típicamente se pueden clasificar como psicópatas o portadores de un - a mi juicio eufemístico -, ¨trastorno antisocial de la personalidad¨.

Las penas impuestas proponen la rehabilitación del delincuente exhibiendo la más descarada de las mentiras, o la más burda hipocresía. Porque lo que en realidad busca la sociedad con el encarcelamiento de las personas es sentirse a resguardo, sentirse buena y justa, sentir que controla, busca satisfacer a las víctimas, a la moralina social, y en ocasiones, simple venganza.

Pero todas estas búsquedas no han de ser blanqueadas jamás, ni por los medios de comunicación ni por los sistemas jurídicos. Se habla una y otra vez de ¨rehabilitación¨. La farsa penitenciaria, o correccional, como quiera llamársele.

No es que considere que el delincuente es inocente, pues quebrantar una Ley siempre es una elección, más allá de las justificaciones.

Creo que los códigos penales deben seguir existiendo, pero estoy convencido que cierto aspecto de la juridicidad debería cientifizarse, metodizarse, en pos de alejarse en cuanto sea posible de la subjetividad de los legisladores y jueces, dando la oportunidad de que las consecuencias de las elecciones de quien delinque, recaigan sobre él en la medida de su responsabilidad, llegando la pena al mismo grado que fuera posible llegar con la agresión. ¿Cuál es la máxima agresión? Quitar la vida. ¿Cuál debería ser la máxima pena? Pagar con la vida.

Aunque jamás ha de existir un sistema jurídico perfecto, no mientras el humano tenga en sus manos algún aspecto del sistema, especialmente el que tiene que ver con la penalización, se debería avanzar en la búsqueda de lo práctico, sin perjuicio de lo justo.

Pienso que las penas que implican la privación de la libertad de las personas deberían despojarse de todo contenido hipócrita de ¨rehabilitación¨ y fundarse simplemente en el concepto real de ¨seguridad¨. Con esto no avalo los malos tratos, las torturas ni nada parecido, no se confunda el lector desprevenido.

Scoring de Antecedentes Personales

Creo que debería crearse una suerte de Scoring, algo similar al que se usa en las licencias de conducir, en las que las faltas cometidas implican el descuento de puntos hasta el límite de perder la licencia.

De esta manera, al cumplir 14 años, a cada persona se le otorgaría un Scoring de, por ejemplo, 1.000.000 de puntos. A cada delito tipificado en el código penal, debería agregársele la leyenda: ¨Descuéntese xxx cantidad de puntos del Scoring de Antecedentes Personales (SAP)¨

Por ejemplo:

Delito de arrojar basura en la vía pública. 0,5 puntos

Delito de ¨colarse en el tren¨. 1-10 puntos

Delito de lesionar levemente a una persona sin dolo. 50-200 puntos

Delito de lesionar levemente a una persona con dolo. 500-2000 puntos

Delito de cruzar un semáforo en rojo. 1000-4000 puntos

Delito de robo simple con arma. 400000-600000 puntos

Delito de secuestro. 600000-800000 puntos

Delito de violación. 700000-900000 puntos

Delito de violación seguida de muerte. 999000-999999 puntos

De esta manera, quien decide reincidir, sabe que se le termina el scoring. No será buen negocio el entrar y salir una y otra vez de la cárcel. Alguien que viola y mata, además de purgar en la cárcel, para seguridad de las personas (podría ser a perpetuidad), sabría que, de no haber tenido antecedentes anteriores, deberá comportarse como un ¨señorito¨, como un ciudadano modelo, y cuidarse hasta de tirar papeles en la calle o expeler un flato en un ascensor repleto de gente. ¿Por qué? Porque si llega al millón de puntos se lo ejecutará y nada más.

La pena privativa de la libertad debería reservarse sólo para casos en que el delincuente constituya peligro real para las personas.

No deberían desestimarse otras medidas como la compensación a las víctima y/o la probation. Todo esto, sin perjuicio de la quita de puntos, que en todo caso podría ser morigerada en cierto grado. Los inimputables por alineación o alteración morbosa de sus facultades mentales, estarían exentos de la pena de cárcel, pero no del SAP.

Finalmente, la idea central de este sistema es sincerar las cosas de manera práctica y adecuada a los medios tecnológicos disponibles hoy en día, tendiendo a terminar con el vano intento de recuperar al irrecuperable

martes, 7 de junio de 2011

Amores enfermizos

Existe cierto tipo de amantes, que con un arte tan maligno como efectivo, son capaces de dar vueltas la cabeza de una persona hasta transformarla en una sopa de neuronas raídas. Y le agujerean el corazón en mil partes. Y cuando la persona llega a tener la cabeza y el corazón licuados y por el piso, aparecen estos amantes, con forma de cucharita de plata, dispuestos a recoger los despojos y arrojarlos al molde y al horno, a su molde y a su horno.


Y hay quienes no son capaces de evitarlos, se enganchan, se hacen adictos, capaces de entregar hasta su alma al diablo con tal de sobrellevar la dolorosa abstinencia. 

Como manteca se entregan al filo caliente del amante estupefaciente. Y apenas si caen en la cuenta (cuando ya es tarde) en que lo suyo no fue nada más que la ilusión de un enamoramiento malsano. 

Pero lo más curioso es que si les funciona, si logran consolidar cierto vínculo, aunque sea por un tiempo, se muestran sonrientes, exhibiendo orgullosos las cicatrices del alma remendada.
Hay de esos amores; y no distinguen entre genio o pelotudo

domingo, 29 de mayo de 2011

El Ser Superior

Se me ocurre que la capacidad de razonar, tiene dos consecuencias elementales y comunes a los humanos de todo el planeta. Dicho de otra manera, el ejercicio de la razón permite:
1) Que existan conflictos internos (que son causa y consecuencia en el proceso constante de elecciones, expectativas, logros, frustraciones, etc.) que generen la culpa
2) Que el hombre pueda darse cuenta de la existencia de cosas que no puede explicar

A partir de estas dos consecuencias primarias del ejercicio de razonar surge la necesidad de obtener respuestas para
lo que ve y no entiende, y la necesidad de conciliar los procesos internos. Este “vacío” que excede lo entendible y lo manejable, se rellena con una idea abstracta pero que suele ser funcional: La idea de un ser superior.

Por otra parte, no podemos dejar de pensar en el inconsciente colectivo, en la cultura. Esta le aportará una forma particular y preconcebida de asimilar la idea de un ser superior y pautará las formas de llegar a este ser superior, creándose una variedad infinita de sistemas de creencia.
Estos procesos básicos del razonamiento se hacen más notorios cuanto más básico es el pensamiento del hombre, ya sea por oligofrenia propia o por cierto subdesarrollo intelectual impuesto. Los más simples asociarán la idea del ser superior a los elementos de la naturaleza, otros más duchos en el ejercicio de la razón apelarán a símbolos, a imágenes tangibles. En la cima de los creyentes se encuentran los que poseen la capacidad (en parte por si mismo y en parte impuesta por la cultura) de concebir al ser superior como una abstracción.
Finamente, el más elevado será agnóstico, ya sea débil o fuerte.
Los ateos no nacen, se hacen

viernes, 6 de mayo de 2011

Darìo

El mueble reluce. Es evidente que alguien le quita el polvo y le pasa una mano de Blem bastante seguido. No es un mueble nuevo, aunque tampoco se vendería en una de esas casas de antigüedades que abundan por Floresta. Sin laquear, de madera lustrada, austero pero no berreta.

Darío tira de la manija y abre un cajón lleno “hasta el tope” de papeles y cuadernos. Se ven algunas hojas sueltas escritas recientemente, otras que parecen de bastante tiempo atrás. Algunos de tipografía, otros manuscritos.
Adentro del cajón tampoco hay polvo y, si bien no está todo perfectamente acomodado, tampoco hay papelería revuelta. No encontró nada interesante. Cierra el cajón. Pero algo obstaculiza su intento. Empuja un par de veces sin éxito. Sospecha que algo habrá caído por detrás. Estira la mano intentando alcanzar el obstáculo. Toca algo pero, no, no puede sacarlo. Debe quitar el cajón.

Hecho esto, adentra su mano hacia el fondo del mueble y extrae una especie de cuaderno cubierto de polvo, de ese polvo que no es polvo de tierra, que no se suelta con un simple sacudón, es suciedad, es mugre vieja que mancha los dedos. A la sensación de rechazo por lo mugriento se le suma la curiosidad, en realidad el morbo.

Con las yemas de los dedos sucias por el pegadizo hollín, decide hacer a un lado el polvo de la tapa, tapa de cartón que no dice nada. Hojea el contenido. El trazo inseguro del manuscrito le resulta desagradable. Las tachaduras y enmiendas se repiten varias veces en cada página. La caligrafía le produce una mala impresión, tal que por poco desiste de seguir husmeando.

Se tienta a dejarlo, a acomodarlo en el fondo del cajón, apretujarlo y dejarlo como estaba. En la cara de Darío se dibuja una muesca de asco ante tanta mugre (que ya invade sus palmas, los puños impecables de su camisa y los pelos de la nariz) Cierra el cuaderno con fuerza descuidada y la mugre se desparrama impulsada por el aplauso de las hojas sucias. “Lo pongo en… no sé dónde ponerlo”. En el piso, sobre un diario. Exacto, sobre un diario que de todas maneras ya no sirve.

Cierra el cajón que ahora luce empolvado por las huellas sucias de sus yemas. No hay nadie en la casa. Había decidido tirar ése cuaderno sucio pero no lo hizo. La curiosidad morbosa lo atrapa de nuevo y va directo al cuaderno. Lo abre desde la primera hoja.

No tarda mucho en darse cuenta de que se trata. Una bocanada rancia sopla sobre su cara en forma de húmeda angustia. Se descubre con una birome en la mano.

Un día más en la rutina de Darío que escribe su diario

jueves, 31 de marzo de 2011

El Frasquito Azul

¿Desde cuándo habrá sido que estaba ahí? Que yo sepa nadie más tocaba ese estante excepto yo. Apenas si quizás alguien supiese de ese estante.
Lo cierto es que un día reparé en él. En un rincón, medio oculto entre las sombras de las tablas, estaba ese frasquito. De vidrio, delgado, de líneas elegantes, azul, muy azul. ¿Sería un frasco de perfume? Porque a los perfumes suelen ponerlos en llamativos y refinados frascos. Pero no, no era un frasco de perfume. Me di cuenta apenas le presté atención. Yo soy experto en principios activos, posologías, formas farmacéuticas, etc. Y definitivamente no era un frasco de perfume.

Estaba cerrado con una tapa también azul igualmente delicada.
Traté de ver la etiqueta pero no pude. No es que no tenía etiqueta, sino que estaba pegada desde adentro. Imposible de leer si estaba cerrado. Lo tomé con una mano, porque así de pequeño era, tanto que sobraba una palma para sostenerlo. “Concentrado” pensé.

Me llamó la atención que tenía pegado un papelito con cinta scotch -o algo así-, que se sostenía casi mágicamente a decir por lo exiguo del pedacito de cinta. Y en el papelito había escrito un par de letras.
Me inquietaba saber qué sentido tendría ese par de letras garabateadas con lápiz. ¿El contenido? ¿El dueño? De algo estaba seguro. Yo no lo había visto antes, o al menos eso pensaba.

El frasquito azul. Así empecé a llamarlo cuando casi sin darme cuenta caí en que estaba fascinado con él. Toda una vida entre frascos y botellas. Pero ese frasco, ese frasquito. Alguna que otra vez vi algún frasco azul. Pero así de azul, tan azul…
De repente me daba cuenta que no tenía nada que buscar en los estantes, y menos en ése estante. Y caía cuando notaba reflejada en el vidrio mi pupila negra. Negra, como todas las pupilas.
Cierto día, o cierta noche –ya no lo recuerdo- se me ocurrió averiguar que pudiera contener el magnético frasquito.

Me acerqué al estante como otras veces. La rutina de la monotonía se trocaba en la rutina de la fascinación, una fascinación sin el menor de los sentidos. Pero esta vez sentía calor y frío, que mis latidos resonaban produciendo ecos que se mezclaban entre sí. Fasciculaciones apenas perceptibles corrían a lo largo de mis brazos hasta los dedos.

Mi mano izquierda insegura rodeó el cuerpo del frágil y hechicero frasco. Con suavidad pero apurado, apenas intenté girar la tapa con los dedos de la otra mano, sin presionar demasiado, al menos eso pensaba. Por un instante creí que lo lograría. No pude. El temor por romperlo me detuvo.
Instintivamente - y quizás insensatamente-, llevé mis dedos hacia la boca. Ni siquiera noté que una minúscula gota hubiera contactado mi piel, y menos mis labios, cuando de inmediato sentí que mi pecho se contraía, que el pulso se aceleraba y una oleada de sensaciones electrificaban mi anatomía. Mis neuronas estallaron encandilándome en un espectáculo pirotécnico. Neurotransmisores y hormonas reaccionando en cadena. Luces, sombras, colores, oscuridad, fuego, ruido, calor, chispas, humo, contrastes. Claridad y confusión. Miedo y placer. Todo junto.

Apenas si pude conservar la estabilidad como para devolver el frasquito a su lugar. Sorprendido y algo asustado, aunque también entusiasmado, repetí el intento. Otra vez los neurotransmisores, las hormonas, las luces, las sombras… la piel enrojecida, todo junto.

Mi frustración por no poder abrir el frasquito parecía compensarse con las sensaciones que me producía tocarlo. Y así la frustración y las expectativas se alternaban y complementaban. A veces me contenía y solamente lo miraba hipnotizado. Alguna vez quise destrozarlo. Y lo intenté. El frasquito que parecía frágil no lo era tanto. Otras veces intenté cubrirlo con un trapo para olvidarme de él y deshacerme de su encanto. Y otra vez me descubrí observándolo.

Todavía tengo el frasquito azul en ése estante. Todavía no logré abrirlo. Todavía me transporto del Cielo al infierno y del infierno al Cielo cuando el borde de su tapa roza los dedos que después llevo a mi boca. La abstinencia inconsciente me lleva a mirarlo una y otra vez.
El frasquito azul, mi frasquito. ¿Tendrá en su interior el más mortal de los venenos? ¿O tendrá quizás el más mágico de los remedios?

Quizás nunca lo sepa, aunque de algo estoy seguro. El frasquito contiene la locura.